18 de Julio de 1981
18 de Julio de 1981
En ocasión de la donación de la Central Geral do Dízimo a un asilo de ancianos.
Cuando se enciende una vela por primera vez, con aquel calor inicial de la llama, las personas aplauden, generalmente dando glorias y alabanzas a la luz que se enciende.
Pero, como todo en la vida, las personas dejan que las emociones pasen. Cambian y cambian, transformando lo bueno en cosa pasajera, así como la luz y la vela que se encienden por primera vez. Y con el tiempo se olvidan, se olvidan y dejan de ver lo más importante: dejan de ver que cuando la vela está emitiendo su última luz, cuando la vela está prácticamente consumida, cuando la vela está en aquel pedacito final de su vida, es ahí que la vela desprende la mayor luminosidad. Es en aquella etapa que la vela presenta más luz: la luz de todo un conocimiento, la luz de toda una experiencia, la luz de todo un pasado.
Y las personas no saben ver esa luz. Solo saben ver la luz inicial, la luz del nacimiento. Sin embargo, la luz del nacimiento, inicial, la luz de la primera llama que se enciende es poca, pequeña, comparada con la última, porque para iluminar los caminos de la vida se necesita mucha luz. Pero, para abrir la puerta a una nueva dimensión, para abrir la puerta a otro camino, ahí sí, la luz de la vela necesita ser muy intensa, para romper la barrera de esta prisión en la que todos nosotros estamos: prisión del cuerpo, prisión de dimensión, prisión terrenal, material.