Todo pasa, todo cambia
Todo pasa, todo cambia
“Todo pasa”, dijo Teresa d’ Ávila en la época del Renacimiento. “Todo se transforma”, dijo Lavoisier, en el siglo XVIII, refiriéndose a los eventos de la naturaleza. Filósofos y pensadores no sólo dicen que las cosas pasan, que las cosas cambian. Ellos dicen: todo pasa, todo cambia. E incluso: ¡todo se mueve!
El escritor brasileño Monteiro Lobato acostumbraba a citar, a través de uno de los personajes del Sitio de Picapau Amarelo, un refrán francés que decía así: Tout passe, tout casse, tout lasse – todo pasa, todo se rompe, todo se gasta.
Esa noción, sin embargo, no es del todo obvia para el sentido común. Existen cosas que, para nuestros sentidos físicos, parecen ser siempre las mismas, parecen estables, estancas. Por ejemplo: que el piso bajo nuestros pies está siempre en movimiento no es una noción obvia. En pleno Renacimiento, Galileo tuvo que negar su constatación de que la Tierra gira continuamente. ¡Pero reafirmó “eppur si muove!” – bajito, para que la Inquisición no escuchase. Hoy, todo científico sabe que en el cielo todo se mueve. Y que también en nuestro cuerpo las células no sólo se renuevan continuamente, también dentro de ellas las moléculas, los átomos, todo se mueve. ¡Nada está parado!
El movimiento, el cambio, forman parte de la vida, son una necesidad, algo aceptado, incluso, por el sentido común. ¿Quién no concuerda con el dicho popular «el agua quieta engendra mosquito»? Ese dicho reafirma un pensamiento que ya estaba presente en un proverbio griego antiguo, recogido por Erasmo de Rotterdam, que vivió entre los siglos XV y XVI: «piedra que rueda no crea lodo”.
La filosofía y la literatura occidental tienen una deuda con el gran humanista Erasmo por haber transmitido, a las luces del Renacimiento, los textos clásicos griegos y romanos. Por ejemplo, los de Heráclito que, en la literatura occidental, fue probablemente quien primero habló sobre el cambio y la no permanencia de las cosas.
Heráclito de Éfeso, filósofo que tuvo su apogeo alrededor del año 500 antes de Cristo, afirmaba que el mundo está en permanente estado de flujo (panta rhei) y que toda materia está en constante e inexorable cambio.
«Todo fluye y nada permanece», enseñaba Heráclito. «Todo se aparta y nada queda parado…». «Nadie se baña dos veces en el mismo río, pues otras aguas y siempre otras van fluyendo.”
Heráclito atribuía el origen de todas las cosas al fuego. Decía Heráclito: «El mundo es como la llama de una vela: siempre la misma en apariencia, pero siempre cambiando de sustancia.»
Virgilio, que vivió en el siglo I antes de Cristo y es considerado el mayor poeta latino, habló de la transitoriedad del tiempo. A Virgilio se le atribuye el registro de una expresión que está en nuestros labios a todo instante: «El tiempo vuela, vuela sin retorno.»
Horacio, su contemporáneo un poco más joven, también poeta y también romano, tanto concordaba con eso que proclamó el Carpe Diem, aconsejando a un amigo a aprovechar el día:
«Sé prudente, comienza a apurar tu vino…
Abrevia las largas expectativas.
Incluso mientras hablamos, el tiempo,
Malvado, nos escapa.
Aprovecha el día de hoy, no te fíes en el mañana.”
Platón, que vivió del 428 al 348 antes de Cristo, también escribió sobre la transitoriedad de todas las cosas, y sobre la permanencia sólo de las ideas. A través de las palabras de Sócrates, él nos trajo la noción de las formas inmutables y eternas, realidades permanentes y originales a partir de las cuales construimos en este mundo copias imperfectas y perecederas. Éste es el tema de la famosa Alegoría de la Caverna, que oportunamente viene a recordarnos cuánto le debemos a Erasmo por haber rescatado estos textos clásicos justamente en una época en que la imprenta estaba siendo inventada.
Gracias a celosos guardianes, estas obras sobrevivieron a la destrucción sistemática, consecuencia de la intolerancia, de la tiranía y de la insensatez que ha marcado los turbulentos siglos de nuestra historia. Es admirable que hayan llegado a nuestros días, época en que la reproducción electrónica las trasforma en accesibles para todos.
Pasaron las hogueras de la Inquisición, pasaron los intolerantes y los vándalos de todas las épocas que destruyeron formidables depósitos de saber y cultura, como la Biblioteca de Alejandría. Pasaron y han de pasar los tiranos, al final todo pasa. Pero el conocimiento de las verdades imprescindibles, las grandes ideas, las nociones de inmutable, de absoluto y de eternidad permanecen entre nosotros, a pesar del flujo inexorable del tiempo.
Palabras como la oración que Santa Teresa guardaba en su breviario, cinco siglos atrás continúan transmitiendo paz y serenidad a todos los que, en medio del torbellino de inquietudes de este mundo fugaz, todavía buscan, como piedras rodantes a quien el lodo no turbó el brillo de la esperanza:
“Nada te perturbe, nada te espante,
Todo pasa, sólo Dios no cambia.
La paciencia todo lo alcanza.
Quien tiene a Dios nada le falta.
Sólo Dios basta.”