Colores verdaderos
Colores verdaderos
Existe una piedra tan dura que sólo puede ser marcada por otra de su clase, una piedra tan densa que reduce en casi dos tercios la velocidad de la luz. Esta piedra es fría al tacto porque extrae el calor de los dedos del portador. La suya es una historia de gran resiliencia por haber sido creada a partir del carbón bajo una presión titánica y un enorme calor en un lugar muy profundo cuando la Tierra era joven. Hasta que salió a la superficie, cubierta de polvo y hollín, con sus entrañas apenas visibles.
En bruto es fácil confundirla con una roca común. Sus bordes afilados e irregulares pueden lastimar y, sin embargo, un golpe en el lugar equivocado también puede romperla. Hasta que llega a las manos de un maestro cortador cuyo toque suave la lleva a abrirse y revelar su corazón.
Con inquebrantable paciencia, el maestro cortador comienza a quitar las imperfecciones y a darle nueva forma a esta piedra, mientras busca el diamante oculto dentro de ella hasta obtener una gema pulida. Concluido el proceso, la piedra preciosa descubierta puede tanto reflejar la luz en su superficie, como emitirla desde su interior.
Poco a poco, con constancia, el maestro le va dando a la piedra una textura más suave y refinada. Y la piedra sólo absorbe aquello que la fortalece. Sin importar el tamaño inicial, la transformación de la gema ahora provoca sonrisas de aprobación a su alrededor. A los ojos de quienes la ven, se ha vuelto incluso más grande y desean seguir sus pasos, disipar el frío y servir de faros dondequiera que vayan.
Grandes hombres que vivieron entre nosotros pasaron por procesos similares. A veces, incluso, tanteando en la oscuridad. Pero una cosa es segura: nunca abandonaron el rumbo que se habían propuesto. Y trabajaron y se esforzaron hasta conseguir sus objetivos, mientras convertían la crítica en impulso para mejorar, los reveses en estímulo para seguir, las dificultades en oportunidades de crecimiento.
Beethoven, por ejemplo, escribió la Novena sinfonía cuando estaba completamente sordo. Y no sólo hizo eso, sino que la coronó con la Oda a la alegría. O Miguel Ángel, quien esculpió el David a partir de un bloque de mármol agrietado que otros escultores habían considerado material de descarte, y así legó al mundo la belleza eterna de su obra. Antes mirábamos sin ver, pero estos y otros grandes hombres echaron luz en el camino y quitaron los pedruscos para los que venían detrás.
El maestro reconoce cada piedra que ha tocado. Con genuina dedicación, sus hábiles manos y su arte sacan lo mejor de las gemas multifacéticas antes de seguir cada uno su camino. Y, sin embargo, la sabiduría del oficio dice que sin importar la distancia, sin importar si son grandes o pequeños, ambos llevan dentro de sí un profundo deseo de reencuentro. Porque cuanto más juntos, más relucen sus colores.