El juicio de Osiris
El juicio de Osiris
“Mas vale buen nombre que aceite perfumado, y el día de la muerte que el día del nacimiento”
(Eclesiastés 7:1)
Hace más de tres mil años un sabio pronunció y registró estas significativas palabras, cuya afirmación parece desafiar el sentido común. ¿Cómo podría el día de la muerte tener un significado positivo? ¿Qué relación existe entre la vida y la muerte? Y más aún, ¿qué es lo que da el peso de una vida?
Numerosas civilizaciones antiguas se plantearon estas preguntas; para muchas de ellas la muerte no representaba un fin, sino un pasaje hacia otro nivel de existencia, y cada cultura tenía un relato para describir las acciones y los rituales que facilitaban esa transición. Quizás el mito más conocido que lo escenifica, por su fuerte simbología y la influencia de su legado en civilizaciones posteriores, sea el relato egipcio del Juicio de Osiris.
En el antiguo Egipto, los conceptos de unidad divina y de armonía eran centrales y por ello influían en la vida y la muerte de las personas. El Neter o Uno, considerado la fuente y matriz de todo, se manifestaba a través de los Neteru, los dioses que personificaban aspectos fundamentales de la unidad. Entre ellos aparece la figura de Maat, símbolo de la verdad, la justicia y la armonía cósmica, representada como una mujer con pluma de avestruz en su cabeza, considerada la hija del dios creador Atum-Ra. Maat significa “rectitud”, y es el concepto abstracto del bien, el equilibrio y la justicia universal que imperan en el mundo desde su origen y de los cuales no debe alejarse el hombre; enfatiza lo que es confiable, real, genuino e inalterable. Por tanto, su pluma era la medida con la que se juzgaba la conducta en vida del difunto.
Los egipcios tenían la creencia de que cada ser humano tiene un cuerpo físico y un “Ka”, la fuerza inmaterial que continúa viva después de que el cuerpo perece. Luego de este evento, el espíritu del muerto llegaba al Duat o inframundo, conducido por Anubis, un dios representado con cabeza de chacal o de un perro de color negro; de manera similar, para los antiguos mayas y aztecas, un perro guiaba las almas de los muertos a través del Mictlán, el inframundo. Una vez en el Duat, el muerto se enfrentaba a un tribunal presidido por Osiris, dios del más allá representado con la piel verde o negra. El color verde de su piel representa el color de la vegetación y la regeneración, simbolismo que retomaron más tarde los druidas, personificado en “el hombre verde”, dios de la fertilidad y de la naturaleza. Asimismo, varios elementos del mito de Osiris guardan semejanza con pasajes destacados de la vida de Jesús para los cristianos. El tribunal era completado por Thot, dios de la sabiduría, quien cumplía la función de escriba en el juicio, el mismo que reaparece en otros tiempos y culturas como Hermes y Mercurio.
Para los egipcios, el corazón era el centro de la vida. La formación, el entendimiento, y el raciocinio residían en el corazón. Y era el corazón el que acompañaba al difunto en el viaje al más allá, la única víscera que se mantenía dentro del cuerpo momificado. Durante el juicio, el Ib (corazón), era depositado en uno de los platillos de una balanza, y en el otro se depositaba la pluma de Maat. El fallecido debía recitar un texto conocido como la “Confesión Negativa”, en la que juraba no haber cometido ninguno de una lista de 42 pecados. Esta escena es muy intensa, por su contenido moral, similar al que luego empleará Moisés en los “Diez Mandamientos”, estando su historia y la del pueblo hebreo muy ligadas a Egipto y sus misterios. Si el Ib era más liviano que la pluma la sentencia era favorable y el difunto se aseguraba la vida eterna; si era más pesado que la pluma, lo cual implicaba impureza, era arrojado a Ammyt, un ser con cabeza de cocodrilo, piernas de hipopótamo y el resto del cuerpo de león, que lo devoraba.
El juicio de Osiris fue inmortalizado por el papiro de Hunefer, que, junto con el papiro de Ani, son clásicos ejemplos del Libro de los Muertos, texto funerario del antiguo Egipto que reunía las fórmulas y sortilegios destinados a ayudar a los difuntos a superar el Juicio de Osiris.
Para los egipcios y otras civilizaciones antiguas, la disolución del cuerpo físico no significaba el final de la vida, ni una pérdida. Para ellos lo importante era aprovechar el paso por el mundo físico, ejerciendo una conducta virtuosa y honorable, que permita al ser trascender las formas y retornar a su naturaleza intrínseca. El papel que este relato asigna a las acciones y el valor moral de las mismas podría ligarse con la reflexión que varios siglos después hizo un pensador occidental: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y veneración: el cielo estrellado sobre mí, y la ley moral en mí”.
Él se conmovió profundamente con el espectáculo del cosmos y la multitud de mundos que lo habitan, y a su vez por la capacidad del hombre de ser libre manifestando una conducta independiente. “Ayer naciste y morirás mañana”, decía Góngora, el gran poeta barroco. Mortales, pasajeros, pequeños ante la inmensidad del universo, ¿dónde encontramos nuestro significado, nuestra dignidad, aquello que nos coloca por encima de nuestra propia muerte? Para los egipcios la respuesta estaba en la conducta: nuestras acciones nos definen, y tienen eco en la eternidad. Tal vez ahora las palabras del sabio adquieran otro sentido. Tal vez así el día de la muerte no sea el fin sino un inicio.