Un Sol para cobijar a los amigos
Un Sol para cobijar a los amigos
“Un sol ha nacido para el mundo”.
Así se refiere Dante Alighieri al nacimiento de Francisco de Asís, en la Divina Comedia, obra que unifica el idioma y la escritura de la lengua italiana.
Y cuando volvemos la mirada a la vida del “Pobre de Asís”, desde sus primeros pasos hasta su muerte, podemos observar que ese “sol” ilumina la vida de muchas criaturas, dado el ejemplo de rectitud por un ideal. Una conducta tan plena en sí misma que desborda como una explosión de amor, que se mantiene 800 años después de su muerte como la figura concreta de la bondad. Un ejemplo trascendental frente la humanidad.
¿Qué hacía el Poverello asisiano?
De joven rico, un muchacho común para su época y para su medio, pasó por guerras y estando preso inició el camino de descubrirse. En San Damián, en la iglesia en ruinas, escuchó su llamado con mayor claridad y se puso a trabajar, piedra sobre piedra, en lo que descubrió que no era la verdadera obra a reconstruir.
Como modelo de vida, estableció la Obediencia, la Pobreza y la Pureza – votos atrapados en tres nudos atados a la cuerda que sujetaba su hábito marcando, a la vista de todos, lo que creía que era necesario.
Su ejemplo de trabajo y de alegría atraía adeptos al altruismo, envolviendo a los que se hermanaban con la idea de vivir el evangelio en su integridad.
Y así fue como se rodeó de hermanos, los frailes de la orden que surgía, los Franciscanos.
El evangelio debía ser seguido alla lettera, al pie de la letra, sin comentarios, a fin de no sobreponerse a las claras palabras del Padre.
Para este movimiento, teniendo siempre a Dios como guía, simplemente extrajo de las propias escrituras los tres versículos que guiarían la vida y la regla de la Orden:
“Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y entonces Sígueme”.
(Mateo, 19:21)
“No lleven nada para su viaje, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero”.
(Lucas, 10:4)
“Si algún hombre quiere acompañarme, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz y Seguirme”.
(Mateo, 16:24)
Y así se casó con la hermana Pobreza, que la sociedad mantenía en el olvido total.
Curaba a los enfermos, saciaba a los sedientos, escuchaba, rezaba, ayunaba y meditaba. Cuidaba incansablemente de todo y de todos. Se valía de su mente, dominando aspectos parapsicológicos que lo llevaban a trascender la prisión del cuerpo, previendo el pasado, el presente, el futuro y los secretos deseos y pensamientos de sus amigos.
La contemplación lo integraba a la grandiosidad del Todo. Una de las formas que le rindió más y más adeptos, dificultando la organización y la fidelidad a los principios esenciales de la Orden, que crecía día a día.
Se concentró en sus votos, siendo considerado como spazzino, el basurero, que cuidaba del cuerpo “sucio” de los leprosos y, sin embargo, nunca contrajo ese mal en su carne. ¿Otro acto de fe, milagro o verdadera armonía?
Celebró la vida de Jesús en todos Sus momentos. Al enaltecer Su nacimiento, con creatividad inventó el pesebre de Navidad, permitiendo que pudiese ser visto “con los ojos de la carne” todo lo sublime contenido en la humildad.
La tentación que padecía era la de querer tan bien a sus amigos, que no deseaba renunciar al afecto que sentía por ellos. Pero su convicción le mostró que incluso este apego debía ser curado y, finalmente, dijo: “Padre, esto también es tuyo”. Tal vez, fue este vestigio de humanidad, la piedra que lo mantuvo en tierra.
Por donde entraba o salía, en todo lo que escribía, firmaba con la TAU. La TAU, la cruz símbolo de la Orden de los Frailes Menores, la que une en lo horizontal los aspectos terrenales y en lo vertical lo trascendental, ambos viviendo en perfecto equilibrio dada la igualdad de importancia en el camino del vencerse.
Vencerse a sí mismo, trabajo en el que Francisco de Asís se empeñó en cada acto, con el objetivo de seguir un camino directo hacia la Luz.
Ya con el cuerpo débil, siguió hacia el destino de su muerte llevado en una camilla. En el camino pudo ver Asís, su tierra natal, bendiciéndola por medio de la señal de la cruz: “A los que están y a los que vendrán”.
Por su propia petición, en su lecho de muerte yacía desnudo, tendido en el frio, en el suelo de la Porciúncula, cubierto con un hábito prestado por un fraile amigo.
Falleció la tarde del 3 de octubre de 1226, entonando alabanzas, entre ellas, el “Cántico del Hermano Sol”, invitando a todos a ese momento más de sublime contemplación. Invitación extendida a la propia muerte, recibida como hermana, dándole gracias por abrirle la “puerta de la vida”.
En los más mínimos detalles estuvo envuelto de amor. En el traslado a la tumba pudo estar frente a Clara, despidiéndose de su amiga de la infancia, ¡la cómplice de todo, a lo que dijeron “Amén!”.
Y el propio Dante Alighieri sella la vida de este apóstol presente en la Tierra 1100 años después de Cristo, difundiendo la idea de que aquel que se alimenta del bien, no se dispersa. Rectitud de acción que Francisco puso en práctica con todo su corazón.